viernes, 16 de agosto de 2019

Disko Bay. Un reto en familia en Groenlandia

Yo soy donostiarra, crecido en un ambiente urbano, donde dicen que era un niño bastante movido; siempre corriendo de un lado para otro. Dicen que no paraba de subirme a las farolas y a los semáforos, y que cuando jugaba al fútbol con los amigos y el balón se nos iba a algún alto, yo subía a donde fuera a por él. Mis padres acabaron por resignarse y entendieron que era mejor dejarme hacer que pegarme gritos cuando ya no había vuelta atrás.
Con los años me calmé un poco; no había a mi alrededor nada que impulsara el desarrollo de aquellas habilidades un tanto “kamikazes”. Hasta que un verano -a punto de cumplir los diez años- me apuntaron a un cursillo de piragüismoen la Bahía de la Concha, tras el cual me propusieron entrar en el equipo de aguas bravas. Yo no sabía de qué iba eso, pero sonaba divertido, y sobretodo, diferente.
A la semana aprendí a esquimotear (a darme la vuelta una vez volcado) y al mes fuimos por primera vez al río. Allí nació mi vínculo con los ríos; unión que en adelante guiaría mi rumbo.
Mis padres pronto se acostumbraron a mi nueva afición. Veían que pasaba los días en torno al agua; cuando no era surfeando con mi kayak en el mar, era entrenando en ríos. Porque, aunque la actividad en el club estaba enfocada a la modalidad del slalom, fuimos conformando un grupo al que nos gustaba practicar todo aquello que tuviera relación con el agua y la piragua; slalom, freestyle, kayak extremo, kayak surfdescenso de ríos o lo que fuera. Cualquier excusa era buena para escaparnos a remar.
Con los años el grupo se fue dispersando y yo sentí que, tras demasiado tiempo enfocado a la competición, quería empezar a viajar más con el kayak. No a competir, sino a explorar.
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Así he pasado los últimos diez años, practicando kayak extremo, en busca de nuevas experiencias alrededor de los diversos ríos del mundo, usando el kayak como una puerta hacia nuevas aventuras. Un viaje siempre ha traído otro detrás, una expedición abría la puerta a otra, hasta que al final esas aventuras se han convertido en una parte importante de lo que soy hoy en día.
Sé que la familia no lo pasa bien cuando me voy. Practico un deporte con sus riesgos, y siempre se pasa más miedo desde la distancia. Con los años se han tenido que acostumbrar, sabiendo que lo que me aportan esas aventuras no me lo da nada más.
Es por eso que sentía que tras tantos años de aventuras me apetecía que ellos sintieran, en cierta manera, esa sensación de expedición. Que entendieran el porqué de tantos viajes, que conocieran las sensaciones que transmiten los lugares remotos, aislados, donde predomina la soledad y la naturaleza; lugares donde el mero hecho de recorrerlos ya es una aventura en sí.
Esto no es algo sencillo para la gente que no está acostumbrada a estas cosas, y menos aún para mi padre, cojo tras un grave accidente de esquí que le destrozó la rodilla hace ya treinta años. El primer día de jubilación acudió a que le pusieran una prótesis de rodilla, con la intención de acometer cosas nuevas, pero la operación resultó un desastre y hoy día vive dolorido, con la movilidad diezmada y con muchos sueños frustrados.
Pero, a pesar del dolor, una vez sentado en el kayak, le es posible remar. Mi madre le suele acompañar cuando puede y, con la ayuda además de un grupo de amigos piragüistas que le ayudan a embarcar y desembarcar, suelen salir a remar con sus piraguas de mar.
No me costó mucho convencerlos para hacer este viaje. Al principio no tenían claro si hablaba en serio o si era otra locura de las mías. Era otra locura más, depende de cómo se mire, pero esta vez quería compartirla con ellos.
Primero pensé en otros lugares, pero en cuando di con Disko Bay, en la costa oeste de Groenlandia, me di cuenta que ese debía de ser el lugar. No había dudas. Es el lugar con el glaciar que más hielo suelta en el mundo, con una rica fauna marina, con un imponente paisaje de costa granítica. Muy aislado pero a su vez accesible en avión, es el lugar de origen del kayak y -lo que es más importante de todo-, es un lugar bastante seguro.
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La Bahía de Disko se encuentra en la bahía de Baffin, en el océano ártico, frente a Canadá, y es una bahía protegida por la isla de Disko. Esta isla, de un tamaño 2,5 veces la de la isla de Mallorca, protege la bahía de las olas del mar, que ya de por si tiene pocas olas, haciéndola muy segura para la navegación en kayak.
Era lo que buscábamos. No había mejor sitio para una expedición de este tipo.
Tras muchos meses de minuciosos preparativos (no podía meter la pata en nada viajando con la family), nos plantamos en Ilulissat el 6 de julio, mi padre, mi madre, mi hermana y yo. Hacía muchos años ya que no viajábamos juntos, y encontrarnos juntos ante esta aventura resultaba muy bonito y excitante.
Al principio todo les superaba; todo les intimidaba demasiado. Se reflejaba la tensión en sus caras, pero ya nada los podía parar porque las ganas podían más, y el buen tiempo y el mar en calma ayudaban.
Y así, palada tras palada, a medida que dejas la civilización a tus espaldas, te vas fundiendo con el entorno y los nervios también, poco a poco, van quedando atrás.
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Te vas acostumbrando a pasar cerca de los inmensos icerbergs que crujen a tu paso avisando de su riesgo, pero que rara vez rompen; vibras con cada ballena que pasa, primero de respeto, luego ya de puro placer; la rutina de montar la tienda cada noche en un sitio nuevo es excitante, pudiendo elegir cada día tu habitación con las vistas que más te apetezcan. Poco a poco empezaron a disfrutar de cada pequeño detalle, y se dieron cuenta de que aquellas cosas que creían que iban a ser una tortura (dormir en el suelo, comer poco, no ducharte, recoger y montar todo cada día, el sol que en estas fechas nunca desaparece del cielo...) ni siquiera te afectan e incluso a los días encuentras un inexplicable placer en ellos. Lo único, los mosquitos. Esos sí que son insufribles, pero solo se encuentran una vez te acercas a la orilla, por lo que no nos molestaban mientras remábamos.
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Recorrimos un total de 110 km, con una media de unos 20 km al día, a paso tranquilo, disfrutando intensamente de cada palada y de todo lo que íbamos encontrando por el camino. Remábamos cada uno inmerso en nuestros pensamientos, callados, fundidos con el entorno, siempre atentos de escuchar el resoplido de alguna ballena o de ver alguna foca en el horizonte.
Pero no hay que engañarse. El lugar tiene sus riesgos también. El agua del mar está a una temperatura de dos grados, por lo que volcar ahí no es una opción, por muy buen traje seco que lleves. El viento puede llegar a soplar muy fuerte, cambia de orientación muy rápido y se levanta de golpe, sin avisar, trayendo muchas veces consigo una niebla que lo cubre todo en cuestión de minutos.
La “noche” del tercer día nos despertamos bajo una fuerte ventisca que no estaba anunciada, por lo que decidimos tomarnos un descanso y esperar a que amainara. Al final la espera se alargó un par de días, dos días que aprovechamos para descansar y hacer algún trekking por la zona.
Cuando por fin paró el viento el paisaje imponía más aún si cabe. El fuerte viento sur había acumulado todos los icebergs en el final de un canal por el que pretendíamos cruzar. Tras unos 20 km remados, la acumulación de hielo se hacía cada vez más grande, hasta que al final teníamos que empujar y apartar el hielo para seguir avanzando. Cada vez se estaba poniendo peor y más peligroso, y nada nos aseguraba que más adelante la cosa mejorara.
Decidimos parar y saqué el drone (que llevaba en mi kayak) e hice un vuelo para ver si aquella barrera de hielo era franqueable. Se confirmó que el canal se cerraba cada vez más y que corríamos el riesgo de quedarnos atascados en el hielo. Acampamos allí mismo, en la orilla, a la espera de que cambiara el viento y moviera aquella barrera de hielo abriéndonos un camino por el que cruzarlo. Pero a la mañana siguiente todo seguía igual, por allí no íbamos a pasar.
Decidimos, por tanto, muy a nuestro pesar, cambiar de destino. Navegaríamos hasta el glaciar que se encontraba al final del fiordo que nos quedaba a nuestro lado, acamparíamos allí y luego aprovecharíamos para hacer un pequeño trekking al campo de hielo. Casi sonaba mejor que el plan inicial. Como consecuencia, tendríamos que anular el ferry que teníamos reservado para regresar a Ilulissat e intentar reservar otro que sabíamos solía ir a un pequeño lodge que se encuentra en ese fiordo. Era jugársela, pero no nos quedaba otra.
Al final todo resultó bien y tras diez espectaculares días regresábamos a Ilulissat con la satisfacción de haber cumplido un sueño.
Aún estoy impresionado de la capacidad de adaptación que tiene la gente. De lo que somos capaces de hacer cuando luchamos por ir más allá de lo que nos pensábamos capaces de hacer. Mis padres superan los sesenta -mi padre con creces…- y nunca habían hecho algo ni siquiera parecido. He disfrutado aún más de lo que esperaba compartiendo esta experiencia con ellos, viéndoles disfrutar como niños y rejuvenecer bajo la luz del ártico. Y también con mi hermana, quien siempre ha mirado la piragua con cierto recelo. Es probable que esta haya sido la aventura de sus vidas, o ¿puede que simplemente se haya encendido una llama que los lleve a nuevas aventuras en el futuro? Ojalá que así sea.
Al final, lo que se demuestra es que lo único que necesitamos son ganas e ilusión por probar cosas nuevas, ponerte retos que te hagan esforzarte y superarte cada día, no decir que no a nada y lanzarte a la aventura. Cada día más, pienso que los límites se los pone uno mismo, pero siempre se puede ir un poco más allá de donde pensabas que estaban esas barreras. Eso sí, hay que tener claro dónde te estás metiendo y con quién.
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